¿Dónde se originó el pecado?

Dios es luz, y en él no hay oscuridad alguna. 1 Juan 1:5

Respecto al mal y al pecado, la doctrina cristiana profesa cuatro verdades esenciales. Primero, Dios es total y continuamente todopoderoso. Segundo, Dios es completamente bueno y no hay mal alguno en él. 1 Tercero, el mal y el pecado realmente existen. Cuarto, los pecadores son plenamente responsables de su pecado.

Varios intentos erróneos de tratar con el mal eliminan una de estas verdades y así explican el mal o reducen el problema. Quizás Dios no es todopoderoso, o quizás Dios no es bueno, o quizás el mal es una ilusión. Tal vez el pecado no sea culpa nuestra sino culpa de los fracasos de nuestros padres o de nuestras circunstancias. En oposición a estos errores, la Biblia, el libro más honesto jamás escrito, enfrenta el mal en su completa oscuridad sin sonrojarse ni retroceder y nos ordena que hagamos lo mismo. Surgiendo de las páginas de las Escrituras está el mayor mal y pecado de todos, la crucifixión asesina y sangrienta de Jesucristo.

Necesitamos hacer una distinción entre el mal moral y el mal natural. El mal moral es el resultado de las elecciones de un agente responsable, ya sea intencional o negligente. El mal natural es el sufrimiento que ocurre sin un agente moral involucrado (huracanes, inundaciones, terremotos). Los seres humanos no realizan (o realizan muy pocas) acciones que causen males naturales.

Definir el mal (la esencia) y el pecado (la acción) es muy importante. Entre los pensadores más útiles en la historia de la doctrina cristiana sobre este punto se encuentra Agustín. Antes de su conversión al cristianismo, formó parte de un culto llamado maniqueísmo. Ese culto, como muchas religiones orientales, el panteísmo, el panenteísmo y la Nueva Espiritualidad (o Nueva Era), consideraba a Dios tanto bueno como malo.

La oración de Agustín en su libro Confesiones describe su propia experiencia en la que Dios le abrió los ojos a su pecado personal. Agustín ora: Pero Tú, Señor, mientras hablaba me volviste hacia mí mismo, sacándome de mis espaldas donde me había puesto todo el tiempo que prefería no verme. Y me pusiste allí delante de mi propia cara para que pudiera ver cuán vil era, cuán torcido e inmundo y manchado y ulceroso. Me vi a mí mismo y me horroricé, pero no había forma de huir de mí mismo. . . . Me estabas poniendo cara a cara conmigo mismo, obligándome a mirarme a mí mismo, para que pudiera ver mi iniquidad y aborrecerla. Lo sabía, pero fingí no verlo, deliberadamente miré hacia otro lado y dejé que se fuera de mi mente.2

Después de su conversión, Agustín dijo con razón que el mal era un defecto, una carencia o deficiencia en algo inherentemente bueno. El mal es, pues, una privación, o lo que priva a un ser de algún bien que le es propio. Como parásito, el mal es tanto más atroz porque destruye lo que es hermoso y completo. Los ejemplos incluyen la ceguera, que no es una cosa en sí misma sino la falta de vista, y la podredumbre, que no es una cosa sino la corrupción de algo como el metal o la madera. Por esta razón, Zacarías 10:2 usa las cuatro palabras disparate, mentira, falsedad y vacío para explicar el pecado en términos de privación.

Si alguien te pidiera que definieras el pecado para ellos, ¿cómo lo harías?

1 Sal. 5:4; Es un. 59:2; 64:7; Zac. 8:17; 1 Juan 1:5.
2 Agustín, Confesiones, 8.7.

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